5.11.14

Un gran hombre con sombra de árbol

Hace algo más de tres años, mientras acompañaba una investigación curatorial para la Universidad Federal de Minas Gerais, de Belo Horizonte, se me presentó uno. Lo insólito es que lo conocí a través de una serie de sus dibujos, específicamente, unos que llevan por título La Chagra de la maloca; un trabajo bastante atípico, fuera de lo común, distinto a lo que a un curador de arte usualmente se le atraviesa.

Ese primer momento estuvo marcado por una extraña y a la vez acogedora luz de sabiduría que emanaba de esas cuatro piezas de papel, intervenidas tan solo con tinta china, de tonalidades verdes. El tema: un cultivo de donde se sirven los habitantes de la espesa selva, un claro en la Amazonia que recreaba cuatro momentos de un ciclo de siembra, de ahí su nombre. Se trataba de un trabajo claramente descriptivo, narrativo, sumamente riguroso en cada detalle, saturado de datos en cada gesto y trazo. Era un documento de corte científico pero con la calidad y la fuerza comunicacional emancipada del arte. Mi recogimiento fue tal que luego de un rato, después de asimilar el descubrimiento, pensé que esa era la sensación de la luz cegadora afuera de la caverna, la del mito de Platón.

Sin ninguna información previa sobre lo que estaba contemplando, esos dibujos me enseñaron, en un santiamén, un millar de cosas desconocidas, misteriosas, de una forma reveladora. Como bañado por un torrente nutritivo, recibí una descarga fausta. Esa fue la primera vez que sentí la presencia de don Abel Rodríguez, un taita, un abuelo indígena del Amazonas, el legatario de una inmensa tradición poco conocida y el último de los nonuya, una familia que recorrió por años tierras y aguas del Parana Guazú, del río Grande, el vecino del mar.

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